Pamplona – Bogotá, dos ciudades llenas de contrastes, de puntos extremos, de dulces y ácidos personajes que según como lleguen, pueden transmitir un instante de alegría o llevarse la alegría en un instante.

Bogotá es grande, multicultural, frenética, desordenada y sensual. Pamplona es pequeña, con gente de la tierra, tranquila, ordenada y conservadora. Pero en las fiestas de San Fermín, Pamplona, Iruña, se abre a múltiples culturas, despierta con frenesí, se vuelve caótica y muy exótica.

Tanto en la Capital Colombiana como en la capital de Navarra, los fugaces vendedores callejeros habitan en la sombra del bullicio. Ir al centro bogotano equivale a encontrarse con una boutique ambulante, untarse todo tipo de productos milagrosos, testar las vanguardias tecnológicas, reencontrar los artículos más tradicionales, las imitaciones más fieles, los recién importados y los genuinamente autóctonos, por supuesto, todos estos, a precio de rebajas.

En Pamplona los vendedores esperan pacientemente durante once meses. Se preparan para llegar en estampida a San Fermín, arrasando con cualquier transeúnte curioso que por descuido o antojo se deje hipnotizar de los bizarros artículos sanfermineros. No es extraño pues, ver seres pequeños con antenas en las orejas, ojos chispeantes y espadas ruidosa que tratan de vender sus cósmicos artículos en idioma marciano con acento oriental. Ni Cupidos de piel tostada que en lugar de flechas cargan flores con las que prenden enganchar a los enamorados. Todo tipo de personajes surreales cobran vida en las fiestas de San Fermín.

En Bogotá lo surreal es realismo mágico. Realismo, el ver a un hombre vendiendo caramelos, galletas o artesanías en una esquina. Mágico, saber que con las ganancias obtenidas alcanzará a llevar algo para poner en los platos de su mujer embarazada y sus cuatro hijas.

Así son Pamplona – Bogotá.

Por Juan Camilo García