La música es cultura; está frase, tan simple, demuestra la complejidad de elementos que la conforman. Se trata de un término bastante grande; los estilos para interpretar ritmos inusuales o cadenciosos resultan tan variados como el número de lenguajes en nuestro planeta. Personalmente no soy discriminativo para escuchar diversos estilos; puedo oír la icónica “Let it be” de los Beatles y luego la jocosa obra de Celia Cruz, “La vida es un carnaval”.
Recientemente se conmemoró el día del voceador; esa persona encargada de distribuir y vender materiales impresos de interés y entretenimiento. Por ello, amablemente una persona me regaló un periódico de gran renombre a nivel estatal. Varios voceadores fueron de casa en casa ofreciendo diversos diarios a cambios de una gratificación voluntaria por su día. Al ver los diversos temas a tratar; captó mi atención que se presentaría en mi ciudad la orquesta de las Américas YOA. Es raro ver anunciados conciertos importantes fuera de la capital; más allá de eso, no ahondé en la nota. Quien redactó la breve nota debió recalcar su calidad de talla internacional o el apoyo de gente tan importante como Plácido Domingo, Paulo Coehlo o Mario Vargas Llosa.
El día de la presentación, ya había alistado otros planes. Por la temporada y el calentamiento global; las lluvias han sido torrenciales. Todo lo que había planeado se vino abajo. Mi padre nos dijo a toda la familia: -Leí la nota de un concierto importante para hoy, ¿vamos?-. Para estar un rato con la familia, accedí de forma inmediata. El sitio de la presentación fue el Teatro Orizaba; uno de los más grandes en México, capaz de albergar a 3000 personas sin problema. Por conflictos sindicales, el recinto se encuentra en condiciones deplorables. Apenas el gobierno municipal inició a remodelarlo. Por las filtraciones, varias áreas del mismo lucían como locaciones de Titanic o Poseidón. La presentación ya había iniciado.
Con oír parte de Janitzio me enganché por completo; nunca había visto una orquesta de tanto nivel. El solo ver la marca de los instrumentos se dada uno cuenta, de inmediato, la sabiduría musical en cada uno de ellos. Dirigidos por el argentino Dante Anzolini; casi una treintena de individuos deleitaban a una audiencia no muy numerosa, pero si entregada. El detalle más relevante eran los miembros de la orquestas; jóvenes de todo el continente americano. La piel morena, clara, cabello rizado esponjado, sonrisas cautivantes de las chicas y ojos alegres de los caballeros pasaban a un mero dato anecdótico. El producto que estaban brindado no le pedía nada a las orquestas que de presentan con bombo y platillo en la ópera de Sidney o magnos teatros en Viena.
Para aderezar todo esto, un violinista nominado a premios Grammy redondeaba una noche magnífica. Empleando un mítico Stradivaris, creaba paisajes musicales impresionantes. La reacción del público hacia él fue tan grande que ejecutó un solo adicional a lo mostrado en la lista de temas. Los aplausos, tanto en cantidad como sonoridad, iban en aumento. Tenía muchos años que no se veía una presentación de tan alto nivel en una de las ciudades con mayor historia en México. Quizá el momento más entrañable fue la conclusión del concierto.
-Se me hace raro que no hayan tocado ninguna canción mexicana; casi siempre (al ser un grupo internacional) interpretan una como agradecimiento al público- mencioné a mi animado padre. No había pasado ni un minuto de haber dicho esto cuando una de las damas en violines se paró de su asiento para entonar la canción “México” ondeando una bandera tricolor. Si bien su voz no era impresionante, su pasión compensó esto. La empatía entre artistas y público fue inmediata. Al concluir esto, interpretaron una jovial samba. Todos los miembros, a la par de tocar, se colocaron las banderas de sus respectivas patrias. Escudos de Canadá, Ecuador, Bolivia, Brasil, Costa Rica y demás países invadieron el escenario. Un par músicos mexicanos se ataviaron con máscaras de luchadores (Atlantis, Octagón, Máscara Sagrada; ídolos de mi niñez) para comenzar a bailar y recorrer gran parte del recinto.
Un viejo conocido, de esos que defienden al “rock como el mejor género en toda la música”; estaba graba empleando su celular con la sonrisa de un niño pequeño que acaba de recibir un dulce. Todos los presentes despedimos de pie y estruendosamente a todos los músicos, mis manos se cansaron de tanto aplaudir. El apoyo de la Arkin Family Foundation no ha sido en vano; están consiguiendo compartir el talento de todos estos jóvenes entre 18 y 30 años con todo el mundo. Con este mundo moderno tan lastimado por cuestiones financieras y sociales; es grato ver que existen más cosas buenas para sonreír para lamentar. Está es una de ellas. Para la próxima, dejaré a un lado mi apatía, compraré mi boleto con anticipación y estaré puntualmente para oír un grupo de personas con un don excepcional.
Por Salvador Rodríguez Cruz